Una vida accidentada volver


Ciertas tendencias al fracaso, que nunca dejaron de ser curiosas e inevitables, signaron mi vida en forma ininterrumpida de una nutrida variedad de contratiempos. Desde chico estuve expuesto a todo tipo de golpes y accidentes que fueron delineando en mi geografía humana algunas imperfecciones y defectos crónicos de diferente gravedad. Fueron como anuncios que me hacía el destino por todo lo  que me aguardaba años más tarde. Un niño no puede ser considerado un fracasado pero yo, lentamente, iba conformando un prototipo tan perfecto y siniestro como innegable.

No había cumplido aún los tres años, cuando en la calle, en compañía de mi madre, me topé con un perro de escasas dimensiones, aunque la altura que alcanzó al erguirse sobre su par de patas posteriores le bastaron para alcanzar mi ojo derecho con la punta de sus dientes. Los gritos de mi madre junto con los ladridos del perro, mis lloriqueos y los retos de la dueña del can atrajeron la atención de los vecinos que me miraban atónitos, esgrimiendo comentarios poco halagüeños sobre el futuro de mi vista. En realidad, la mordedura de ese nervioso animalito era una perfecta circunferencia alrededor de mi ojo, lo que hizo más simpática la expresión de mi cara.

Recuerdo que hasta ese día amaba a los animales y que el haber tropezado con ese abominable asesino se debió enteramente a mi debilidad por acariciarlos. Me llevaron al hospital en un taxi y al perro le dieron un hueso para que se calmara un poco. El nerviosismo general penetró en mi cuerpo por contagio, no pudiendo superarlo sino meses más tarde. Pasaba largas horas observando el comportamiento de los perros que paseaban por la calle subido a la copa de los árboles y sin emitir palabra alguna para no delatar mi presencia.

Observando a mis parientes me di cuenta de que no todos los animales se comportaban de la misma manera y eso me dejó más tranquilo. La casualidad, la providencia o no sé quien, hicieron que a cuarenta días exactos del accidente levantara fiebre, diera vuelta los ojos y reflejara en mi rostro una expresión muy parecida a la que tenía Boris Karloff en sus films de terror. Todos en mi casa, sin excepción, pensaron que estaba rabioso y la primera medida que tomaron a modo de profilaxis fue colocarme un bozal.

La fiebre respondía evidentemente a otras causas, de no haber sido así, no estaría escribiendo esto en este momento. Creo que estaría conversando con San Pedro acerca de la irresponsabilidad de la gente al dejar los perros atados en cualquier lugar.

Mi padre, después de intentar asesinar a la dueña del perro y al perro en forma alternada y con escasos minutos de diferencia, decidió olvidar el penoso suceso y procurar en mí la misma determinación. Para ello exploró en mis más profundos deseos y optó por comprarme una bicicleta. Era el rodado más pequeño que se conocía, de color rojo, que provocó admiración entre mis amiguitos del barrio, quienes no dudaron en golpearme salvajemente en varias ocasiones para deslizarse unos minutos sobre mi maravillosa obra de ingeniería. El barrio se caracterizaba por tener una suerte de niños muy parecidos a los hijos de Gerónimo, unos verdaderos indios. La misma tarde que le quitaron a la bicicleta las rueditas que mantenían mi equilibrio me colocaron un yeso a lo largo del brazo izquierdo. Cuando recuperé la compostura original de ese miembro, me quitaron el yeso y volvieron a colocar las rueditas.

Como yo había aprendido la lección perfectamente, decidieron mis padres respetar mi voluntad de hacerme hombre a los golpes. En definitiva fueron tantos los que recibí en tan poco tiempo que yo comencé a soñar con casarme ni bien cumplí los nueve.

Una noche no quise terminar de cenar para ir con mi bicicleta a dar vueltas a la manzana. Mi madre me saludaba cada vez que pasaba a su lado sosteniendo entre sus brazos a mi hermanita de pocos meses. Al llegar a la esquina me encontré con unos amigos un poco más crecidos que yo, los que se ofrecieron a empujarme para que alcanzara mayor velocidad con menor esfuerzo. Fue así que mis amigos, colocados a mi derecha e izquierda, sujetándose del asiento me impulsaban unos metros. Todo marchó muy bien hasta la quinta o sexta vuelta. En la última, la fuerza de propulsión fue despareja originando la inclinación de la bicicleta en forma gradual hasta la caída definitiva. Como la velocidad era grande no me conformé con caer y quedarme quieto sino que continué deslizándome con mi cuerpo como un jabón en la bañera. Frené en forma imprevista y totalmente cuando mi ojo izquierdo hizo de paragolpes contra la punta del escalón de la casa de mis amigos. Una vez detenido simulé un desmayo que duró dos horas y una conmoción cerebral que hasta hoy no me ha abandonado totalmente. Mi madre corrió a mi encuentro provocando en mi hermana la segunda conmoción cerebral de la familia. Cuando hizo unos metros no sabía a quién atender, pero después de observar que mi hermana se movía y yo permanecía en la misma posición que cuando caí, decidió socorrer a quien todavía ofrecía esperanzas de continuar viviendo. Entre varios vecinos me levantaron y me pusieron en un auto que con rapidez nos condujo al centro asistencial más próximo. Transcurrieron varias horas antes de recuperar mi estado de aparente normalidad. Durante ese lapso mi madre hacía enormes esfuerzos para que yo no me durmiera. Es así que usó su vasto repertorio de canciones, hasta que vino un enfermero que se encontraba dos pisos más arriba a pedirle que se callara porque dos pacientes de terapia intensiva intentaban a cada momento quitarse los aparatos para poder huir.

No habían transcurrido cinco años de mi nacimiento y mi debilidad por golpearme hasta el desmayo no cejaba. Tal vez por esta razón mi abuelo era de la opinión que mi destino era ser manifestante político. Siempre ubicado en los devenires de su tiempo, mi abuelo intentó enseñarme a tirar con su revólver como para ir agilizando mi capacidad de defensa. Yo era su nieto predilecto y como tal era el único con derecho a encender sus cigarros. Este pequeño vicio de mi abuelo tenía la misma gravedad que una granada de gas lacrimógeno. Fumaba unos cigarros que desde su encendido hasta su total extinción alejaban de mi casa una vasta gama de insectos y animales domésticos.

Verlo disfrutar sus habanos con tanta devoción despertó en mi la intención de probar en qué consistía esa ceremonia. Para evitar ser visto no tuve mejor idea que refugiarme en el único lugar de la casa por donde no transitaba nadie frecuentemente: el techo. Sentándome en uno de los pilares, extraje de mi bolsillo una caja de fósforos y el maldito cigarro. Las primeras pitadas me dieron la sensación de estar ingiriendo clavos. Miré la caja y descifré la palabra Avanti. El nombre me pareció sugestivo y por eso seguí avanzando en mi investigación experimental. En segundos apenas noté que no veía más allá de mi nariz y que mis pies se habían alejado notablemente del resto del cuerpo.

Todo a mi alrededor empezó a girar como una rueda y como una rueda me deslicé yo techo abajo. El parral amortiguó mi caída y cuando me detuve contra el suelo aún seguía echando humo por la boca, lo que hizo pensar inicialmente a mis familiares que jugueteando por el techo había tocado un cable y me había electrocutado. Ya para esa época mi madre lo veía con total naturalidad. La naturalidad que surge un poco de la costumbre y otro poco por los diez miligramos de Lexotanil que ingería diariamente. Mi padre, practicante de una singular pedagogía, me hizo comer lo que quedaba del cigarro, que exceptuando lo doloroso que resultó masticar la brasa no fue tan desagradable.

Esta tarde reviví esos dulces recuerdos infantiles, haciendo notables esfuerzos por aliviar el calor que me producen las botas de yeso en mis piernas, mientras terminaba de escribir para "Consejos Utiles" mi artículo acerca de cómo cruzar la avenida Las Heras un sábado a la noche.