La primer cita es la que cuenta volver


Falta como media hora pero usted ya está en las inmediaciones, dando vueltas por la zona como quien no quiere la cosa, con su cabeza echando chispas y ensayando frases que en el momento clave perderán todo su ingenio y deseará no haberlas dicho nunca.

Si usted es mujer, seguramente habrá ensayado frente al espejo las mil y una caras, de costado, perfil y tres cuartos de cédula policial. Y si es hombre también, porque en realidad eso de que la coquetería es solamente femenina es nada más que una patraña, una creencia sostenida con palitos chinos para que el sexo masculino salve su imagen de Lord inglés o luchador de sumo, luego de tanto fast food y picada con salamín cortado grueso.

El caso es que usted ha concertado una primera cita con una persona de su agrado y francamente tiene miedo de que una vez más le vaya mal y tenga que enfrentarse a la frialdad de la casa vacía, a las medias tres cuartos y a seguir festejando sus cumpleaños con tías que le regalan zoquetes y primos que confunden su nombre.

Es para evitar todo eso que usted se peinó, se vistió y sacó del estuche el perfume importado al cual nunca más podrá acceder y, mientras las gotas preciosas caen sobre su cuerpo álgido, sobre sus tendones a la expectativa de la presa que quizás le alegre un poco la vida o al menos una noche, se pregunta si no estará haciendo el ridículo esperando en una esquina a su edad, con cara de nada, con gesto de adolescente con arrugas, con ropa que delata que usted no sale nunca, que mata el tiempo y asesina los sábados mirando cable robado o saliendo a tomar aire en un jogging estirado que le hace las nalgas kilométricas y tristes.

"Ya debe estar por llegar", piensa y en esa frase se encierra su miedo de jinete machucado, su nerviosismo de muñeca sin ojos y unas ganas terribles de ir al baño. Pero usted no se anima a entrar al bar a satisfacer sus necesidades por temor al desencuentro, y resiste pensando en otra cosa y haciendo fuerza con el bajo vientre como un sapo que tomó frío o comió demasiado.

Un sudor de mal agüero le comienza a cubrir la cara y los gases le hacen pequeñas explosiones por todo el cuerpo. Entonces se pregunta si vale la pena tanto esfuerzo, si no sería mejor volverse a su casa y aguantarse la soledad como Dios manda, con pelos de gato castrado y aromas fétidos sin culpa.

Mira hacia un lado, hacia el otro, vacila apenas un instante y emprende la retirada en una mezcla de apuro y resignación, como si varios perros Chihuahua le mordieran los talones. Nuevamente ha perdido la oportunidad de su vida. Y a lo mejor está bien, pues quizás buscar sea lo único que lo mantiene vivo (si es que a eso se le puede llamar vida), todavía.