El lado oscuro de la Noche de Brujas volver


Juanjo, mi hijo de 9 años estaba listo para la noche de brujas. El acontecimiento había sido precedido de cientos de recordatorios de su parte, donde planteaba detalladamente las casas que visitaría junto con sus primos y amigos, la cantidad de dulces que pensaba recolectar y la inmensa diversión que obtendría después del acontecimiento.

Pero mi esposa y yo estabamos cansados de sus continuas interpretaciones de Darth Vader, el villano de las películas de la Guerra de las Galaxias, disfraz que había escogido con tres meses de anticipación y que pedía vestir cada cinco minutos. No nos molestaba su entusiasmo con el disfraz, pero sí la molesta "espada láser" que completaba el atuendo. Se trataba de un artefacto del tamaño aproximado de una linterna. Con un movimiento súbito hacia adelante, el mango de la espada dejaba salir una pieza de plástico retráctil color rosa, que se extendía hasta formar el "haz de luz" de la espada. Apretar un pequeño botón en el mango encendía una pequeña lámpara interior, y un desagradable sonido se desprendía de la espada con cada movimiento natural.

Confieso que soy un gran aficionado a esta serie de películas, y que yo era el más entusiasmado con el detalle y la versatilidad de aquel juguete el día de su adquisición. Pero tras un par de horas escuchando los ruidos de la espada y de ver a nuestro hijo poniendo en peligro toda clase de jarrones, floreros y demás objetos decorativos, nos vimos obligados a tomar medidas drásticas. En especial cuando, ataviado con el disfraz completo, arremetió contra la pobre señora de la limpieza a espadazo limpio, haciéndole tirar la bandeja de bocadillos en una cena con mis suegros.

El castigo decidido contra Juanjo fue muy sencillo. Decomisamos la molesta espada láser, y le advertimos que de no portarse impecablemente las semanas previas a la noche de brujas, el juguete desaparecería para siempre y tendría que disfrazarse de Barney, el dinosaurio, igual que sus primos más pequeños. La comparación entre el temible Darth Vader y el patético Barney no pasó desapercibida ante mi hijo y prometió portarse bien.

Al fin llegó el día clave. El comportamiento de Juanjo había sido, en efecto, admirable, por lo que debíamos cumplir lo prometido y entregarle la espada. SIn embargo, los preparativos del día demoraron el acontecimiento. Mi esposa y yo preparamos un pastel, juegos infantiles, y demás amenidades para cuando los pequeños regresaran de recorrer el vecindario con sus disfraces y sus canastas llenas de dulces, provistos por los generosos vecinos. Mi cuñada sería la encargada de conducir al pequeño rebaño infantil (Juanjo y otros 7 niños) a través del fraccionamiento, por lo que le quedamos eternamete agradecidos. No por que necesitáramos de más tiempo para organizar la merienda, sino porque dispondríamos de al menos una hora de soledad y privacía para hacer el amor antes del regreso de la jauría. El ajetreo de lidiar con nuestro hijo y las visitas constantes de sus amigos habían demorado bastante nuestros encuentros íntimos, y ambos estábamos empeñados en romper con la mala racha.

A las seis de la tarde mi cuñada comenzó a arriar niños para el recorrido dulcístico. Mi esposa y yo nos lanzábamos miradas llenas de lujuria, a medida que acomodábamos platos con sandwiches, inflábamos globos y colgábamos serpentinas. Estábamos colocando un gran cartel que decía "Gran noche de brujas" (ella subida en el último peldaño y yo deteniendo la escalera de mano y mirando entre su falda), cuando escuchamos los gritos desesperados de Juanjo, quien decía que ya se iban y aun no le habíamos dado su espada láser. Como estábamos con las manos ocupadas, le dijimos que la espada estaba guardada en el cajón de uno de los burós en nuestra recámara. Juanjo corrió escaleras arriba, y regresó unos segundos más tarde, musitando algo así como "gracias por la nueva espada". No le dimos importancia, pues el sonido de mi cuñada cerrando la puerta fue la señal que nos esperaba una hora de sexo desenfrenado sin interrupciones infantiles.

Subimos la escalera tan rápido como Juanjo unos segundos antes, después de la obligada escala en el baño tomamos por asalto la recámara y comenzamos a desvestirnos en un desenfreno de pasión contenida. Tras varios minutos de caricias aceleradas, decidimos poner en práctica el uso de algo nuevo. Escudriñé en la obscuridad el cajón del buró de mi esposa, y tomé un objeto alargado de plástico que se encontraba oculto en la parte más profunda, debajo de una agenda y un pequeño alhajero. Comencé a frotar el objeto contra las zonas erógenas de mi mujer, quien se deshacía en gemidos de placer, suplicándome que la hiciera suya. En la penumbra pasé la mano por el mango hasta encontrar el pequeño interruptor deslizable, y lo accioné esperando sentir el familiar zumbido del vibrador en acción.

En lugar de esto, una luz rosada iluminó el cuerpo del "juguete sexual" que yo había estado empuñando. En mi mano reposaba una espada láser, que empezó a hacer sus familiares y deseperantes ruidos al moverla de un lado a otro, mientras mi esposa suspendía sus gemidos y me gritaba "¿QUE HACES, QUE ES ESO?", la confusión dio paso al pánico inmediatamente. Encendí la lámpara de su buró y revolví los cajones en busca del vibrador... sin éxito. De pronto nos dimos cuenta de lo sucedido. Aquel juguete sexual constaba de un pequeño mango de color negro y un cuerpo suave y alargado de látex rosa. Un niño no tendría problemas para confundirlo con un arma espacial.

Me vestí a toda prisa, mientras mi esposa escondía la cabeza en la almohada diciendo que los vecinos nos iban a tachar de depravados. Salí corriendo de la casa en busca de la caravana de niños disfrazados.

Me tomó casi media hora encontrar a mi cuñada y su grupo. El rostro de ella estaba de un rojo subido, pues se acababa de dar cuenta de lo que era la "espada" de Juanjo cuando la ocupante de la última casa visitada había proferido una risa histérica en el momento en que Juanjo la amenazó con su arma diciéndole que la atravesaría con ella si no le daba dulces.

Sobra decir que al regresar a casa, no pudimos evitar darnos cuenta de que Juanjo había recibido muchos más dulces que el resto de sus amiguitos.